Fantasmas, Risas y un Toque de Magia

Autor: Dikon

Géneros: Acción, Fantasmas, Comedia, Fantasía, Romance, Era Moderna, Misterio.

Sinopsis:

Lucas Méndez, un detective privado escéptico y con mala suerte en el amor, descubre que tiene un don peculiar después de un accidente: puede ver y comunicarse con fantasmas. Entre ellos está Isabel “Bela” Morales, una fantasma coqueta y sarcástica del siglo XIX que se niega a “seguir la luz” hasta resolver su misteriosa muerte.

Juntos forman un equipo improbable: Lucas usa sus habilidades para resolver casos sobrenaturales (y pagar la renta), mientras que Bela lo ayuda a conquistar a Valeria, una bruja moderna que regenta una cafetería esotérica. Pero no todo es diversión: una secta oculta, La Orden del Umbral, busca aprovechar el poder de los espíritus para abrir un portal a otra dimensión.

Entre chistes absurdos, fantasmas excéntricos (como un luchador mexicano fantasma y una abuela espiritista chismosa), batallas mágicas y un romance que desafía la vida y la muerte, Lucas deberá aceptar su destino antes de que el mundo de los vivos y los muertos colisione.

Capítulos de 'Fantasmas, Risas y un Toque de Magia'

Capítulo 1: El día que murió mi suerte

Si hay algo peor que pasar tu cumpleaños solo, es pasar tu cumpleaños espiando a un político infiel mientras se enrolla con su secretaria en el asiento trasero de un Lexus. El olor a perfume barato y ambición me llegaba incluso desde mi escondite entre los arbustos, donde llevaba cuarenta minutos agachado con una cámara que me costó tres meses de alquiler.

“Feliz treinta y dos, Lucas”, murmuré para mis adentros, ajustando el zoom para capturar la prueba definitiva: el señor senador con la boca ocupada y las manos donde no debían. El encargo era sencillo: fotos, dinero en efectivo, y olvidar que alguna vez había visto esos calzoncillos de leopardo.

Fue entonces cuando lo sentí.

Un frío que no tenía nada que ver con la madrugada se me enroscó en la nuca, como si alguien hubiera abierto una nevera a mis espaldas. Me giré instintivamente, la cámara a punto de caerse de mis manos, y allí estaba ella.

Flotando a medio metro del suelo, con un vestido que parecía sacado de un museo y una sonrisa que habría sido encantadora si no estuviera unida a un cuerpo semitransparente.

“Vaya, vaya”, dijo la aparición, cruzando los brazos sobre su pecho inexistente. “El gran detective Méndez, reducido a tomar fotos de viejos verdes. Qué bajo has caído.”

El susto me golpeó como un camión. Retrocedí tan rápido que pisé mi propia chaqueta y caí de espaldas contra un macetero, que se rompió con un estruendo digno de película.

Dentro del auto, el senador y su acompañante se separaron bruscamente.

“¿Qué fue eso?”, gritó la mujer, cubriéndose con lo poco que le quedaba de ropa.

No tuve tiempo de responder. La figura espectral se inclinó sobre mí, y por primera vez noté que sus ojos eran del mismo verde fosforescente que la botella de absenta que tenía en mi despacho.

“Tranquilo, guapo”, susurró el fantasma. “Si quisiera matarte, ya estarías muerto. Aunque…” Hizo un gesto hacia el Lexus, donde el político ahora bajaba los pantalones con una expresión que no auguraba nada bueno. “…quizá deberíamos correr.”

Lo dijo justo cuando el primer disparo resonó en la noche.

El resto fue un borrón de maldiciones, pies golpeando el pavimento y la certeza de que me habían disparado en el trasero. Lo que no esperaba era que mi nueva compañera sobrenatural decidiera darme un tour guiado por mi propia huida.

“¡Gira a la izquierda!”, gritaba ella, flotando a mi lado como un mal GPS. “¡No, no por ese callejón! ¡Ahí vive un narcotraficante!”

“¡Cállate!”, jadeé, sintiendo la sangre caliente empapando mi jeans. “¿Qué eres, mi ángel de la guarda?”

“Ángel no”, respondió, esquivando una farola como si le importara chocar con ella. “Isabel Morales. Muerta en 1893. Y por lo que veo, tu única oportunidad de no unirte a mí antes de tiempo.”

Otro disparo. Esta vez la bala silbó tan cerca que me cortó un mechón de pelo. El senador debía estar usando algo más potente que su revólver de bolsillo.

“¡Entra ahí!”, ordenó Isabel—Bela, como insistía que la llamara—señalando una puerta roja al final de la calle.

“¿Y si está cerrada?”

“Confía en mí.”

No tuve elección. Salté los tres escalones de un salto, giré el picaporte y…

El aroma a café recién hecho y algo más, algo eléctrico, me golpeó al mismo tiempo que una voz femenina decía: “Cierras esa puerta o el próximo disparo será mío.”

Al otro lado del umbral, una mujer con rizos desordenados y un delantal manchado de harina apuntaba hacia mí con lo que parecía una escoba. Hasta que noté los símbolos tallados en el mango.

“Valeria Luna”, dijo, como si eso explicara todo. Sus ojos dorados brillaron bajo la luz de las velas. “Y tú debes ser el idiota que está trayendo medio inframundo a mi puerta.”

Bela apareció a mi lado, fingiendo ajustarse un mechón de pelo. “Encantada, brujita. Me encanta lo que has hecho con el lugar.”

Valeria no parpadeó. “Fantasma, ¿eh? Peor de lo que pensaba.” Luego me miró a mí, o más bien a mi trasero sangrante. “Y tú, detective, tienes cinco minutos para explicarme por qué debería ayudarte en lugar de lanzarte de vuelta a la calle.”

Me desplomé en la silla más cercana, mareado por la pérdida de sangre y el absurdo de la situación.

“Porque hoy es mi cumpleaños”, farfullé.

Bela soltó una carcajada. Valeria suspiró, pero bajó la escoba.

“Feliz cumpleaños, imbécil”, dijo, sacando un frasco de polvo brillante del estante. “Esto va a doler.”

Y así, entre el olor a pólvora, café y magia, comenzó el peor—y más extraño—año de mi vida.

Capítulo 2: Café, Balas y Secretos que no Muertos

El polvo brillante de Valeria quemó como ácido en la herida. Ahogé un grito entre dientes mientras el humo que salía de mi propio trasero dibujaba espirales azules en el aire del local.

—¿Era necesario que ardiera como si tuviera fuegos artificiales en el culo? —gruñí, aferrándome a la mesa como un náufrago.

—La plata coloidal purifica heridas espirituales —explicó Valeria, frotándose las manos como si acabara de freír un huevo—. Y esa bala no era normal.

Bela, flotando sobre el mostrador como una espectadora en el peor reality show de la historia, señaló con gesto dramático:

—¡Miren! ¡Hasta brilla! Parece que alguien quería mandarte al otro lado con estilo, detective.

La bala, ahora sobre un paño negro, emitía un tenue resplandor violeta. Giré el proyectil con un tenedor (que Valeria me arrebató inmediatamente con un “¡Eso es de comer!”) y noté los finos grabados que recorrían el metal.

—Parecen runas —murmuré.

—Son de la Orden del Umbral —Valeria se secó las manos en el delantal, dejando manchas doradas—. Una secta de lunáticos que juegan a ser dioses abriendo portales donde no deben.

El aire se espesó. Fuera, la calle parecía demasiado silenciosa.

—Genial. ¿Y por qué dispararle a un detective cualquiera?

—Porque ya no eres “cualquiera” —Bela se dejó caer en una silla, o al menos hizo el gesto de sentarse—. Desde que me viste, estás en el radar de lo sobrenatural. Como un faro para cosas… desagradables.

Valeria asintió, sirviéndose un café que olía a azufre y canela.

—El Don del Umbral es raro incluso entre los sensitivos. Atraes espíritus como moscas, pero también puedes controlarlos. O eso dicen los mitos.

Un golpe repentino en la puerta nos hizo saltar a todos. Tres golpes precisos, seguidos de dos más suaves.

Valeria se tensó.

—Es él.

—¿Él quién? —pregunté, buscando a tientas mi arma (que estaba en el suelo, junto a mis calzoncillos manchados de sangre).

La puerta se abrió antes de que pudiera responder.

Don Pancho ocupaba todo el marco. Dos metros de músculo envueltos en una capa de luchador desgastada, su máscara plateada reflejando la luz de las velas. El espectro olía a tabaco y violencia antigua.

—Hola, chamacos —rugió, ajustándose la máscara—. Parece que tenemos un problema.

—¿Otro además de mi trasero perforado? —pregunté, ya resignado.

Don Pancho se acercó, su peso fantasma haciendo crujir las tablas del piso.

—El senador al que seguías… acaba de morir. Y no fue el balazo fallido lo que lo mató.

Bela y Valeria intercambiaron una mirada. Yo sólo quería mi whisky.

—¿Entonces?

—Algo se lo llevó —el luchador fantasma cruzó los brazos—. Algo que vino por ti primero.

El reloj de pared marcó las 3:33 AM con un tic-toc anormalmente fuerte. Valeria maldijo en algún idioma que sonaba a latín mezclado con groserías.

—Tenemos que irnos. Ahora.

—¿A dónde? —pregunté, mientras Bela empezaba a empacar cosas imaginarias en un bolso igualmente imaginario.

—Al único lugar donde esa cosa no puede seguirnos —Valeria arrancó una hoja del calendario, revelando una puerta pintada en la pared—. Al Otro Lado.

Don Pancho se echó a reír.

—¡Órale! Ahora sí se pone bueno.

Y así, entre el olor a café frío y magia peligrosa, descubrí la segunda verdad de mi nueva vida:

Cuando un fantasma, una bruja y un luchador muerto te dicen que corras… no hagas preguntas.

Capítulo 3: El atajo entre mundos

Valeria trazó un círculo rápido en el aire con su dedo índice, dejando un rastro de chispas doradas que olían a pólvora y hierbabuena. La puerta pintada en la pared comenzó a humear, la pintura burbujeando como si alguien la estuviera cocinando desde el otro lado.

—Antes de que preguntes —dijo sin mirarme—, no, esto no es como en las películas. No hay conejos blancos ni reinas histéricas.

—Sólo hay un inframundo de tercera categoría —añadió Bela, ajustándose un lazo invisible en el pelo—. Como un motel interdimensional.

Don Pancho se colocó detrás de mí, su aliento espectral helándome la nuca.

—Y si ves algo con más de seis ojos, corre.

Antes de poder protestar, Valeria agarró mi mano (noté que sus uñas tenían runas pintadas con esmalte negro) y me arrastró hacia la pared.

El mundo se deshizo.

Fue como ser tragado por un tornado de miel pegajosa. Cada célula de mi cuerpo gritaba mientras pasábamos al otro lado, con Bela aferrándose a mi hombro y Don Pancho cantando algo que sonaba como un corrido fantasma.

Cuando el vértigo cesó, estábamos parados en lo que parecía el callejón más deprimente del universo. Los edificios se retorcían en ángulos imposibles, las farolas emitían una luz verdosa, y el cielo… Dios, el cielo era una mancha de tinta púrpura con lo que parecían estrellas parpadeando en morse.

—Bienvenido al Entre —dijo Valeria, sacudiéndose ceniza imaginaria de los hombros—. La zona de espera de las almas.

—Parece Tijuana en un domingo de resaca —murmuré.

Un chillido desgarrador cortó el aire. Algo se movía en la sombra de un contenedor de basura que flotaba a dos metros del suelo.

—Eso —susurró Bela, empujándome hacia adelante— es lo que se llevó al senador.

La Criatura emergió en cámara lenta.

Imagina una mantis religiosa hecha de sombras líquidas, con patas que terminaban en dedos humanos pálidos. Su “cara” era sólo un hueco donde deberían estar los ojos, lleno de dientes giratorios como los de una trituradora de papel.

—Un devorador de almas —Valeria sacó algo que parecía un cuchillo de cocina, pero la hoja estaba hecha de luz azul—. Alguien lo entrenó para cazar específicamente tu firma espiritual.

—¡¿Y eso qué significa?! —grité mientras la criatura lanzaba un hilo de baba negra que quemó el suelo donde estuve parado.

—¡Que alguien te marcó, idiota! —gritó Bela, esquivando una pata afilada—. ¡Como ponerle un cartel de “Cómame” en la espalda!

Don Pancho saltó hacia adelante con un grito de lucha libre que hizo temblar los edificios.

—¡Suéltale el brazo derecho, chamaco! ¡Voy a aplicar la llave Pantera de Plata!

Lo que siguió fue el espectáculo más surrealista de mi vida: un luchador fantasma dando vueltas en el aire como un trompo místico, entrelazado con una criatura de pesadilla, mientras Valeria recitaba lo que sonaban como maldiciones en latín mezclado con spanglish.

—¡Ahora! —gritó la bruja, lanzándome el cuchillo de luz—. ¡Córtale los hilos!

—¡¿Qué hilos?!

—¡LOS QUE VES CON TU DON, IMBÉCIL!

Parpadeé. Y entonces lo vi.

La criatura no era sólida. Decenas de hilos plateados la conectaban a algo más allá, como un títere macabro. Sin pensar, salté hacia adelante y corté el más grueso con el cuchillo.

El aullido fue ensordecedor.

La criatura se desintegró en un remolino de ceniza y dientes, dejando caer algo que tintineó a mis pies:

Un medallón de plata con mis iniciales grabadas.

—Mierda —resopló Valeria, recogiendo el objeto—. Esto es peor de lo que pensaba.

Bela palideció (algo impresionante para una fantasma).

—Es un contrato de cacería.

—Exacto —asintió Valeria, cerrando el medallón con un chasquido—. Alguien pagó para que te maten. Y no cualquier alguien…

Don Pancho se quitó la máscara, revelando un rostro marcado por cicatrices que no habían estado allí antes.

—La Orden tiene un nuevo cazador. Y este no falla como el del balazo.

En ese momento, todas las farolas del Entre se apagaron.

Capítulo 4: El precio de un alma marcada

El silencio en el Entre era tan denso que podía escuchar el latido de mi propio corazón—algo que, según Valeria, no debería ser posible en una dimensión sin tiempo. Las farolas apagadas dejaban sólo el resplandor enfermizo del “cielo”, iluminando nuestras caras con tonos de morado y negro.

Bela fue la primera en romper el hechizo de quietud.

—Bueno, esto es nuevo —murmuró, flotando hacia el medallón que Valeria aún sostenía—. Nunca vi un contrato de cacería con fecha de expiración.

Don Pancho se ajustó la máscara de nuevo, pero esta vez su voz sonó menos bravucón y más… preocupado.

—Eso no es un simple contrato, chamaca. Es una invitación.

Valeria cerró los dedos alrededor del medallón con tanta fuerza que los nudillos le palidecieron.

—Para el Banquete de las Almas —dijo, como si las palabras le quemaran la lengua—. Una ceremonia donde la Orden sacrifica a siete sensitivos para abrir un portal permanente.

El medallón comenzó a brillar con un resplandor rojo siniestro, proyectando hologramas diminutos en el aire: otros seis rostros, cada uno con una expresión de terror congelado. Reconocí a uno—una mujer de los noticieros, desaparecida hace dos semanas tras reportar “voces en su apartamento”.

—¿Y el séptimo? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

Bela me señaló con el pulgar.

—Felicitaciones, detective. Eres el plato principal.


La huida del Entre fue una pesadilla en fast-forward.

Valeria nos guió por callejones que se retorcían como serpientes, evitando sombras que susurraban mi nombre en voz de gente que conocía—mi madre muerta, mi exnovia, incluso el perro que tuve a los doce años.

—No mires atrás —gruñó Don Pancho, empujándome hacia adelante cada vez que mi curiosidad ganaba—. Esas no son almas. Son cebos.

Cuando finalmente alcanzamos otra puerta pintada (esta vez en un muro de ladrillos que sangraba brea negra), Valeria hizo un ritual apresurado con sal, tres agujas y una gota de mi sangre.

—El medallón te rastrea ahora —explicó mientras grababa runas en el marco—. Podremos escondernos en mi taller, pero…

—¿Pero? —inquirí, sintiendo cómo algo grande comenzaba a respirar justo fuera de mi campo visual.

—Tendrás que pagar un precio por pasar —sus ojos dorados brillaron en la oscuridad—. Algo de valor. Memorias.

Bela protestó, pero Don Pancho la calló con un gesto.

—Es la única forma, chamaca. El Entre no deja salir a nadie gratis.


El ritual fue rápido y doloroso.

Valeria colocó sus manos sobre mis sienes mientras recitaba algo en una lengua que hacía que mis dientes vibraran. El dolor fue agudo y preciso—como si alguien hubiera abierto mi cráneo y sacado fotos al azar.

Cuando terminó, estaba sudando y temblando.

—¿Qué… qué te llevó? —pregunté, tratando de recordar qué faltaba.

Valeria guardó silencio, pero Bela—siempre la más sincera—suspiró.

—Tu primer beso. Y el día que ganaste un concurso de natación en la primaria.

—¡Eso era importante!

—Menos importante que seguir vivo —cortó Valeria, abriendo la puerta con un empujón—. Ahora corre.

Lo último que escuché antes de cruzar fue el sonido de algo enorme arrastrándose hacia nosotros, y el grito de Don Pancho:

—¡El Cazador sabe dónde vives!


El taller de Valeria resultó ser un departamento encima de una tienda de suministros de magia en el Barrio Chino.

Latas de “Aura en Spray”, velas con forma de órganos y un letrero que decía “Hoy 2×1 en hechizos de amor” daban al lugar un aire de farsa… hasta que noté las cámaras de sal gema en los rincones y las jaulas vacías para algo que había comido los barrotes.

—No es mucho, pero aquí las firmas espirituales se enmascaran —dijo Valeria, lanzando el medallón a una pecera llena de líquido negro—. Al menos por unas horas.

Bela flotó hacia la ventana, mirando la calle con recelo.

—¿Y ahora qué? No podemos escondernos para siempre.

—No nos vamos a esconder —respondí, sacando mi teléfono (milagrosamente intacto)—. Voy a hacer lo que hago mejor. Investigar.

Las pantallas se iluminaron con mi búsqueda: “Desapariciones + habilidades extrañas + viernes 13”. Los resultados aparecieron uno tras otro, cada más escalofriante que el anterior:

  • Un niño que adivinaba números de lotería, desaparecido tras predecir su propia muerte.

  • Una anciana que curaba el cáncer con las manos, secuestrada de su hospital.

  • él—un foto desenfocada de un hombre alto con un traje que no coincidía con ninguna época: El Reverendo Silas, líder de la Orden del Umbral.

Valeria maldijo en español antiguo.

—Tenemos menos tiempo del que pensaba.

—¿Cuánto? —pregunté, aunque ya lo adivinaba.

Don Pancho, materializándose a través del techo, arrojó el periódico de hoy a mis pies. La fecha me golpeó como un puño:

Jueves 12.

Capítulo 5: Jueves sangriento

El periódico en mis manos olía a tinta fresca y algo más—un aroma dulzón que me recordaba a la carne quemada. La foto en primera plana mostraba una escena de caos en el centro: ambulancias, policías y un camión de helados volcado (por razones que seguramente no eran sobrenaturales, pero igual me parecieron sospechosas).

“SEXTA DESAPARICIÓN EN SEMANA: ¿BANDA ORGANIZADA O RITO MACABRO?”

Valeria arrancó el diario de mis manos antes de que pudiera leer más.

—No necesitamos noticias para saber que la Orden se prepara —dijo, arrojándolo a un caldero donde se desintegró en llamas verdes—. El velo entre mundos ya está débil. Puedes sentirlo en el aire.

Y era cierto. Desde que habíamos regresado del Entre, cada sombra parecía respirar, cada reflejo en los escaparates mostraba cosas que no estaban ahí. Una vez vi a un hombre sin boca sonreírme desde el espejo del baño.

—Entonces planeamos una emboscada —dije, limpiando mi pistola con un paño que Bela había “materializado” (robado) de una armería fantasma—. Si necesitan siete almas, y tienen seis…

—Nosotros somos el cebo —terminó Don Pancho, ajustándose los tirantes de luchador—. Órale.

Bela, que había estado flotando sobre un mapa astral dibujado en el suelo, bajó hasta mi nivel.

—Hay un problema, detective. El Banquete no será aquí.

Señaló un punto en el mapa donde las líneas se distorsionaban formando un ojo. El Teatro de los Espejos, un lugar abandonado desde los años 50, cuando un incendio mató a toda una audiencia durante…

—Una función de magia —murmuré, recordando de pronto el caso que investigué hace años—. El mago desapareció. Nunca encontraron el cuerpo.

Valeria palideció.

—Porque no era un mago. Era el anterior Cazador de la Orden.

Un silencio pesante llenó la habitación. Fuera, el viento golpeó los postes de luz con tanta fuerza que proyectaron sombras danzantes en las paredes, como dedos huesudos tratando de entrar.

—¿Y cómo entramos a un lugar que probablemente está más allá de nuestra dimensión? —pregunté, aunque ya odiaba la respuesta antes de que Valeria sonriera.

—Con ayuda.

Sacó un frasco del bolsillo. Dentro, algo se movía.

—El espectro de la mansión Del Valle —dijo—. El que casi te mata. Es un devorador de almas… pero también un rastreador.

—¡¿Y por qué diablos lo trajiste aquí?!

—Porque —abrió el frasco y la criatura oscura se expandió como humo antes de quedar suspendida, gimiendo— los devoradores siempre regresan a su dueño.

La sombra giró bruscamente hacia la ventana, como un perro olfateando la pista. Luego, con un chillido que hizo temblar los cristales, se lanzó hacia el sur de la ciudad.

—Ahí está —susurró Bela—. El teatro.

Valeria comenzó a empacar hierbas, balas de plata y lo que parecía un hueso humano tallado.

—Nos vamos en cinco.

—¿Y el plan? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

Don Pancho me dio una palmada en la espalda que casi me hizo vomitar.

—¡Sobrevivir, chamaco!


El Teatro de los Espejos era una pesadilla arquitectónica.

La fachada se inclinaba como un diente podrido, los carteles de “CERRADO POR TRAGEDIA” colgaban descuidadamente desde hacía décadas. Pero lo peor eran los reflejos: cada ventana rota, cada charco en el pavimento, mostraba una versión distorsionada del lugar—a veces intacto, a veces en llamas, a veces lleno de siluetas que nos observaban.

—El velo es delgado aquí —advirtió Valeria, dibujando runas de protección en nuestras frentes con aceite de mirra—. No toquen nada que les hable.

Bela, inusualmente callada, flotaba a mi lado mirando el edificio con una expresión que no podía descifrar.

—¿Recuerdas algo? —le pregunté en voz baja.

—Sólo que… esto no es mi primera vez aquí —susurró, tocando el medallón que aún colgaba de mi cuello—. Y eso me asusta más que morir.

Antes de poder preguntar, la puerta principal se abrió sola.

Un pasillo de espejos se extendía hacia la oscuridad, reflejando versiones infinitas de nosotros—algunas normales, otras con ojos negros, bocas de dientes afilados, o ausentes por completo.

Y entonces lo oímos:

Aplausos.

Lejanos al principio, luego más fuertes, como si una audiencia invisible celebrara nuestra llegada.

Valeria apretó mi mano con fuerza.

—Es una trampa.

—Sí —asentí, sacando mi arma—. Pero ellos no saben que también lo es para ellos.

Don Pancho cruzó el umbral primero, rugiendo:

—¡QUE VIVA LA FIESTA!

Y así, al compás de aplausos fantasmas, entramos al vientre de la bestia.

¡Capítulos nuevos todas las semanas!

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