Fantasmas, Risas y un Toque de Magia – 12 y 13

Capítulo 12: El nombre que silenció al monstruo

La luz blanca se condensó en el aire como niebla solidificada. El Cazador —Nicté-Ha— se retorció dentro de ella, sus múltiples bocas abiertas en gritos silenciosos. Por un instante, vi lo que había sido: una niña maya de no más de doce años, con las manos atadas y un cuchillo ritual en el pecho.

El niño adivino cayó de rodillas, sangrando por la nariz.

No… puede… sostenerlo… mucho… —entrecerró los ojos, y por primera vez, mostró miedo.

Valeria arrastrándose hacia nosotros, su pierna ahora completamente negra.

—¡La placa! —gritó—. ¡Es un sello, rómpanla!

El Cazador comenzaba a regenerarse, su forma humana desvaneciéndose bajo capas de carne distorsionada. Reaccioné instintivamente: levanté la placa de bronce y la estrellé contra el ataúd.

El metal se partió en tres pedazos, liberando un estruendo sobrenatural que hizo temblar el sótano. De las grietas brotó sangre vieja y oscura, seguida por un susurro en lengua maya:

“Gracias.”

El Cazador se desintegró.

No como el monstruo del teatro, sino como ceniza al viento. Los gusanos de memoria cayeron muertos al suelo, formando un mosaico de imágenes que ahora entendíamos:

  • Un templo colonial construido sobre ruinas mayas (donde Silas hizo su primer pacto).
  • Siete tumbas ocultas en distintos puntos de la ciudad.
  • Un niño encadenado en una cámara subterránea, con mi rostro pero vestido de época.

El niño adivino jadeó, señalando la última imagen.

—Ahí está… el verdadero séptimo. El que nunca lograron quebrar.

Valeria examinó los fragmentos de bronce.

—Esto es parte de un conjunto. Cada tumba tiene una inscripción… y juntas revelan dónde Silas escondió su alma.

La máscara de Don Pancho se ajustó a mi rostro sin que yo la tocara. Su voz resonó dentro de mi cráneo:

“Hay que mover el culo, chamaco. Esa sangre no es de hace siglos… es fresca.”

Miré mejor.

La sangre que brotaba de la placa rota aún brillaba. Y ahora notábamos el hilo escarlata que serpenteaba hacia arriba, saliendo del sótano…

Algo (o alguien) estaba sangrando en este momento.

Y nos guiaba hacia ello.

Capítulo 13: El Séptimo que Sangra

El rastro de sangre brillante trepaba por las escaleras de huesos como una serpiente escarlata, burbujeando con un ritmo que imitaba latidos cardiacos. Cada gota que caía al suelo formaba una cifra en el polvo:

7… 7… 7…

El niño adivino se inclinó sobre el charco más cercano, sus dedos ensangrentados dibujando círculos concéntricos.

—Es él —susurró—. El que resiste. Nos llama.

Valeria intentó ponerse de pie, pero su pierna estaba ahora negra hasta el muslo. El veneno del contrato se extendía.

—No podemos… seguir este rastro así —jadeó—. Es una trampa de Silas. Tiene que serlo.

La máscara de Don Pancho se calentó contra mi rostro. Una oleada de conocimiento ajeno inundó mis sentidos:

Un calabozo bajo la iglesia de San Jerónimo. Cadenas que mordían carne infantil. Un nombre tallado en la piedra con uñas sangrantes: “Tomás”.

—No es trampa —dije con una voz que no era del mía—. Es un niño real. Uno que lleva siglos prisionero.

El rastro de sangre se intensificó, brillando como neón en la penumbra del sótano. Ahora notamos que formaba un mapa en el aire:

  • La iglesia abandonada (donde el primer fragmento de alma de Silas estaba escondido).
  • El parque infantil donde desaparecieron tres niños la semana pasada.
  • El metro línea 4, cerrado desde el accidente de 1992.

Y al centro, latiendo como una herida abierta:

El Hospital Psiquiátrico San Camilo.

El niño adivino tocó este último punto y el mapa sangriento cobró vida. Las paredes del sótano desaparecieron, reemplazadas por una visión en tercera persona:

Una habitación blanca.

Un niño encadenado a la cama con sogas espirituales (hechas del cabello de los otros Inocentes).

Y Silas, en su forma original (cara de médico español, sonrisa de tiburón), inyectando algo negro en el brazo del pequeño.

—No es un prisionero —el niño adivino tembló—. Es una batería. Silas lo usa para almacenar poder entre Banquetes.

Valeria maldijo, arrancando un trozo de su propia cicatriz. La sangre que brotó era negra y espesa.

—Por eso mi marca duele ahora… está drenando energías otra vez.

El rastro de sangre nos rodeó completamente, pintando símbolos en el suelo que reconocí del diario:

“BUSCAD EL HUESO QUE CANTA”

La máscara en mi cara vibró. Don Pancho susurró en mi mente:

“El fémur izquierdo del séptimo… la única arma que puede matar a Silas.”

El niño adivino miró hacia arriba, como si algo llamara su atención.

—Tenemos que irnos. Ya.

Antes de que pudiéramos preguntar, todo el edificio se estremeció. Las paredes sangraron profusamente mientras una voz que no era humana resonaba desde el piso superior:

“NIÑOOOO… SÉ QUE ESTÁS AQUÍ…”

El niño se llevó un dedo a los labios.

—El Cazador era sólo el perro guardián… —susurró—. Él es el verdadero depredador.

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