Capítulo 14: El Depredador en el Umbral
El edificio crujió como un animal herido. Las paredes sangrantes proyectaban ahora imágenes en rojo carmesí:
- Una criatura con piel de sombra líquida devorando almas en un corredor infinito.
- Silas arrodillado, ofreciéndole un corazón aún latiendo.
- El niño Tomás, gritando en silencio dentro de su celda blanca.
El niño adivino agarró mi mano con fuerza sobrenatural.
—No mires sus ojos —susurró—. Es un Ah-Muzen-Cab, un devorador de tiempos. Te borra de la existencia.
Valeria sacó un frasco de su bolsa, lleno de polvo de plata mezclado con sus propias lágrimas.
—Esto nos dará tres minutos —tiró el contenido al suelo—. Corran al parque infantil.
El polvo estalló en una nube plateada, y por un segundo, el mundo se detuvo.
Las gotas de sangre quedaron suspendidas en el aire. El sonido se apagó. Hasta nuestra respiración se congeló.
Sólo el niño y yo podíamos movernos.
—¿Valeria? —intenté tocar su hombro, pero mi mano pasó a través de ella.
—Estamos entre segundos —explicó el niño, arrastrándome hacia la escalera de huesos—. Pero él también puede moverse aquí.
Un rugido sacudió el edificio. Algo pesado cayó del piso superior, aplastando las tablas como papel.
No lo vi completamente. Sólo atisbé:
- Patas traseras de insecto, cubiertas de pelo negro.
- Una boca vertical donde debería estar el torso.
- Y ojos. Cientos. Todos con mi reflejo en distintas etapas de la vida.
El niño me empujó hacia la escalera.
—¡NO MIRES!
Subimos como posesos. La tienda estaba destruida: frascos rotos, velas derretidas, y en la pared opuesta, un agujero perfectamente redondo donde algo había pasado.
El parque infantil quedaba a seis cuadras.
Corrimos.
[•••]
El columpio oxidado se movía solo.
El parque estaba vacío a las 3:17 AM, pero el aire olía a crayones y sangre vieja. El niño se dirigió al arenero, cavando con sus manos pequeñas hasta encontrar un hueso pequeño.
Fémur izquierdo.
—Tomás lo escondió aquí antes de que lo capturaran —susurró—. Es lo único que Silas no puede tocar.
La máscara en mi cara vibró. Don Pancho habló a través de mí:
“Hay que ir al hospital. Pero no podemos llevar a la bruja.”
—¿Por qué?
El niño señaló a Valeria, que recién comenzaba a materializarse junto a nosotros, todavía atrapada en el tiempo ralentizado.
Su cicatriz había crecido. Ahora le cubría media cara como un tatuaje maldito.
—Porque ella es el octavo invitado —dijo el niño—. La carnada que Silas preparó para cuando Tomás dejara de funcionar.
Capítulo 15: La Cicatriz que Respira
El hueso de Tomás vibraba en mi mano como un diapasón sintonizado con el dolor. Mientras lo sostenía, podía escuchar:
- Gemidos infantiles entretejidos en su estructura.
- Una canción de cuna en lengua maya que hacía sangrar mis oídos.
- Y bajo todo, el ritmo constante de un corazón que no era humano.
Valeria se desplomó contra el arenero, la cicatriz ahora extendiéndose por su cuello como venas de tinta.
—No… no es sólo un contrato —jadeó, escupiendo sangre negra—. Es un cordón umbilical. Me está convirtiendo en parte de él.
El niño adivino examinó el hueso bajo la luz de la luna. Los surcos en su superficie no eran marcas naturales:
Era un mapa microscópico del hospital psiquiátrico.
—Silas no esconde su alma ahí —susurró—. Esconde la puerta a donde la encerró.
La máscara de Don Pancho se ajustó bruscamente a mi rostro. Una nueva visión me golpeó:
Una sala de cirugía en 1893.
Silas (con aspecto de médico victoriano) operando a una niña indígena.
Y el momento exacto en que su escalpelo cortó algo en el aire, revelando un vacío donde las leyes de la realidad no aplicaban.
—El Umbral —dije, entendiendo demasiado tarde—. No es una metáfora. Es un lugar.
Valeria convulsionó. De su cicatriz brotó un tentáculo de sombra que se aferró a mi brazo. Donde tocó, mi piel envejeció décadas en segundos.
—¡La máscara! —gritó el niño—. ¡Quítatela!
Al arrancármela, el tentáculo se retrajo con un chillido. Valeria jadeó, recuperando el control por un instante:
—El hospital… tiene un piso secreto. Donde guarda a los… donantes…
Sus ojos se volvieron completamente negros. Cuando volvió a hablar, eran varias voces superpuestas:
—Sólo puedes salvarla encontrando el contrato original —dijeron a través de ella—. Está en el lugar donde todo comenzó.
El niño y yo intercambiamos una mirada. Solo había un sitio que encajaba:
El templo bajo la iglesia de San Jerónimo.
El depredador nos observaba desde las sombras.
No lo vimos, pero sabíamos. Cada farola que cruzábamos parpadeaba. Cada charco reflejaba algo que no estaba allí. Y el viento olía a ciruelas podridas y formol.
El niño apretó el hueso de Tomás contra su pecho.
—No nos seguirá hasta allá —susurró—. Los lugares sagrados lo debilitan.
—¿Entonces por qué Silas pudo operar ahí?
—Porque… —tragó saliva— lo consagró.
La iglesia de San Jerónimo se alzaba ante nosotros, su fachada colonial agrietada como hueso viejo. La puerta principal estaba sellada con cadenas… pero la placa de bronce en el dintel coincidía exactamente con la que rompimos en el sótano.
Faltaban dos piezas.
El niño tocó los eslabones y estos cayeron convertidos en polvo.
—Él nos está esperando —dijo—. Pero no de la forma que crees.
El interior olía a incienso y carne quemada. Los bancos estaban cubiertos de telarañas que brillaban como hilos de plata. Y al final del pasillo central, un hombre vestido de sacristán limpiaba el altar con devoción.
Cuando giró, mostró el rostro de Don Pancho.
—Llegaron tarde, chamacos —dijo con una sonrisa triste—. El banquete ya comenzó.