Fantasmas, Risas y un Toque de Magia – 16 y 17

Capítulo 16: El banquete de los condenados

El sacristán con rostro de Don Pancho extendió sus manos en un gesto de falsa bienvenida. Sus dedos eran demasiado largos, las uñas curvadas como garras bajo los guantes de liturgia.

—No me miren así —rio con voz que goteaba miel podrida—. El difunto Francisco y yo hicimos un arreglo.

El niño adivino retrocedió, apretando el hueso de Tomás hasta hacerlo sangrar gotas doradas.

—Eso no es Don Pancho… es lo que queda después de que un Ah-Muzen-Cab se alimenta de un fantasma.

El sacristán se ajustó el cuello clerical, revelando una herida pulsante donde el símbolo de la Orden del Umbral se retorcía como un parásito vivo.

Técnicamente soy ambos —corrigió—. La memoria de Francisco… más el apetito de mi verdadera forma.

Valeria, aún poseída por la sombra, se irguió con movimientos espasmódicos. Su cicatriz había crecido hasta cubrirle medio rostro, los ojos ahora completamente negros.

El contrato está en el altar —habló con voz de susurros superpuestos—. Bajo la piedra que llora.

El falso Don Pancho ladeó la cabeza con un crujido cervical.

—¡Cierto! Pero primero… ¿no quieren ver quiénes cenan hoy?

Arrastró las garras sobre el altar. La losa central se desplomó, revelando una escalera que olía a carne cruda y flores marchitas.

El niño intentó detenerme, pero ya estaba corriendo hacia el hueco.

El banquete estaba en pleno apogeo.

La cripta bajo la iglesia era un salón abovedado con una mesa larga donde seis figuras banqueteaban. Los reconocí al instante:

  • El senador al que espié (muerto hace días), devorando su propio brazo.
  • La periodista desaparecida, con la boca cosida bebiendo vino de una copa de cráneo.
  • Los otros cuatro prisioneros del teatro, ahora irreconocibles, fusionándose lentamente.

Y al centro, en el séptimo asiento:

Tomás.

El niño inocente estaba encadenado a la silla, su cuerpo esquelético conectado por tubos de sombra a los demás comensales. Sus ojos —demasiado viejos para ese rostro— me miraron con urgencia.

Tú siempre vuelves —murmuró con voz rasposa—. Como ella dijo que pasaría.

El sacristán posó sus garras en mis hombros.

—Los Banquetes nunca fueron para abrir el Umbral… sino para alimentarlo —su aliento olía a pólvora y ciruelas—. Siete almas puras mantienen la puerta entreabierta. Pero tú…

Su garra señaló el hueso en mi mano, que ahora latía al unísono con Tomás.

—…fuiste el primero que se escapó.

[•••]

Valeria cayó de rodillas, la cicatriz rompiéndose como costuras mal hechas. De sus heridas brotaron hilos de plata que se conectaron al altar.

—El contrato… —gimió con su voz real por un instante—. ¡Es la losa! ¡La que…!

El sacristán la calló con un gesto.

—Shhh, brujita. Tú sólo eres el postre.

El niño adivino saltó entonces, clavando el hueso de Tomás en el pecho del falso Don Pancho.

El efecto fue instantáneo.

La iglesia entera gritó.

Las paredes sangraron. Los vitrales estallaron. Y el sacristán se desintegró en una nube de moscas, dejando caer un objeto metálico:

La máscara plateada de Don Pancho, ahora agrietada y manchada con tierra fresca.

Tomás alzó la cabeza, las cadenas crujiendo.

Ahora —tosió—. Rompe el altar mientras cantamos.

Los seis comensales, aún en trance, abrieron sus bocas cosidas. El sonido que emergió era la canción del hueso, pero en un roundel infinito:

“Madre de los perdidos, ábrete…”

Capítulo 17: La losa que llora

El canto de los condenados resonaba en mis huesos, haciendo vibrar el fémur de Tomás como una sirena de ambulancia. Las paredes de la cripta sudaban sangre negra que olía a alcanfor y pólvora.

Valeria, retorciéndose en el suelo entre hilos de plata, señaló el altar con un hilo de voz:

—No… la rompas… levántala

El niño adivino ya estaba trepando a la mesa del banquete, esquivando los platos de carne viva. Sus manos pequeñas se aferraron a las cadenas de Tomás.

—¡Necesitamos el hueso aquí! —gritó.

El fémur en mi mano tiró hacia ellos como un imán. Cuando lo acerqué a Tomás, el niño prisionero abrió la boca en un grito silencioso. Su torso se transparentó, revelando una cavidad donde debería estar el corazón:

El hueso faltante.

—Es su… —tragué saliva— ¿Lo extrajeron vivo?

Tomás asintió, las lágrimas cortando surcos en el polvo de sus mejillas.

Para que nunca muriera —susurró el niño adivino—. Así el banquete nunca termina.

Valeria arrastrándose hacia nosotros, los hilos de plata desgarrándole la piel.

—La losa… es una lápida viajera… se mueve entre los siete lugares sagrados…

Un estruendo arriba nos recordó que el depredador aún merodeaba. El techo de la cripta se combó bajo un peso invisible.

Tomás se irguió con dificultad, sus cadenas resonando como campanas fúnebres.

Tres minutos —advirtió—. Cuando empiece, corre hacia la luz.

Antes de que pudiéramos preguntar, clavó sus propias manos en el hueco de su pecho.

La cripta explotó en un torrente de visiones:

  • Una niña maya (Nicté-Ha) siendo sacrificada en el mismo altar.
  • Silas bebiendo de su sangre con un cáliz de plata.
  • Y Bela, vestida de novia, plantando la losa sobre la tumba recién abierta.

El niño adivino gritó algo, pero el sonido se distorsionó. Cuando el polvo se asentó, la losa del altar estaba levantada, revelando un túnel infinitamente estrecho.

Dentro, algo brillaba.

El contrato original.

Valeria se lanzó hacia él, pero los hilos de plata la detuvieron a centímetros.

—¡Lucas! —gritó con la voz rota—. ¡Tu nombre! ¡Está en—!

El techo cedió.

El Ah-Muzen-Cab cayó como un rayo de oscuridad.

Su verdadera forma era imposible de procesar: un collage de momentos robados, con extremidades que existían en distintos tiempos a la vez. La boca vertical en su torso se abrió, mostrando filas de dientes que eran fotogramas de gente devorada.

Tomás saltó frente a nosotros, sus cadenas brillando con luz propia.

CORRAN —ordenó, y el túnel bajo el altar nos aspiró.

[•••]

El contrato flotaba en el centro del espacio estrecho, escrito en una piel que reconocí demasiado tarde:

Era mía.

O más precisamente, de la vida pasada que Silas me robó.

Las palabras estaban en español antiguo, pero una línea brillaba con luz propia:

“El portador de la marca (Lucas Méndez) será entregado al Umbral en cuerpo y alma…”

El niño adivino tocó el pergamino, y este se desintegró en ceniza.

—Sólo era una copia —susurró—. El verdadero sigue con él.

Valeria colapsó, los hilos de plata retorciéndose como serpientes agonizantes. Fuera, el sonido de Tomás luchando se apagaba.

—Queda… uno… —tosi—. El hospital… lleva a…

El túnel tembló. Del extremo opuesto, una luz blanca se filtraba.

Y una figura nos esperaba.

Bela.

Pero no la fantasma sarcástica que conocía.

Esta llevaba el vestido de novia manchado de sangre, y en sus manos sostenía un cuchillo ritual idéntico al de Silas.

—Hola, detective —sonrió con tristeza—. Lamento lo que viene.

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