Capítulo 20: El No-Nacido
El feto adulto abrió ojos que no eran ojos, sino ventanas a un vacío estrellado. Cuando habló, usó la voz de Don Pancho mezclada con algo mucho más antiguo:
—Llevo siglos esperando este momento, chamaco —sus palabras hicieron vibrar los tanques—. Silas me encerró aquí después del primer banquete.
Valeria se arrastró hacia el tanque central, su sangre formando un círculo perfecto en el suelo.
—Es un Tohil —susurró—. Un dios hambriento que Silas trajo del Umbral.
El niño adivino (ahora apenas un esbozo de luz) señaló las paredes. Los grafitis que creíamos aleatorios eran en realidad símbolos de contención, dibujados con sangre y excremento.
—Francisco lo entendió —dijo el niño—. Por eso se dejó atrapar.
El feto golpeó el vidrio desde dentro con un puño que tenía marcas de dientes humanos.
—Él pensó que podía controlarme… hasta que necesité alimentarme.
Los tanques temblaron. En cada uno, las versiones infantiles de mí abrieron la boca al unísono, repitiendo:
—Madre de los perdidos, ábrete.
Valeria tocó su cicatriz abierta.
—No es un útero lo que guardo… es la llave. La que Bela robó.
El edificio retumbó. En algún piso superior, vidrios estallaron y algo pesado comenzó a descender.
—El depredador —el feto sonrió—. Mi hijo favorito.
[•••]
Valeria no lo pensó dos veces. Se lanzó contra el tanque central, rompiendo el vidrio con su propio cuerpo.
El líquido amniótico nos golpeó como una ola, quemando la piel donde tocó. El feto adulto cayó al suelo con un sonido húmedo, la máscara de Don Pancho brillando en su rostro.
—Dame la llave, bruja —ordenó, alzándose sobre tentáculos de cordón umbilical.
Valeria sacó algo de su cicatriz: un diente de jade tallado como un cuchillo.
—Ven a tomarla.
El niño adivino me arrastró hacia atrás.
—Ahora entiendes —susurró—. El séptimo lugar no es físico. Es él. El primer inocente.
Los otros seis niños en los tanques comenzaron a llorar. Sus lágrimas disolvían el piso, revelando un portal bajo nuestros pies.
El depredador irrumpió en la sala, ahora transformado: mitad insecto, mitad sombra, con el rostro de Bela incrustado en el torso.
—Luuucaaas —cantó con su voz—. Juguemos como antes.
El feto adulto se rió, desplegando miembros que no eran humanos.
—Perfecto… justo a tiempo para la cena.
Capítulo 21: La Danza de los Dioses Hambrientos
El diente de jade en manos de Valeria brilló con luz propia, proyectando sombras que no coincidían con nuestra realidad. Mostraban:
- Un templo maya enterrado bajo el hospital
- Silas (con rostro de conquistador español) sacrificando a Nicté-Ha
- Y el mismo diente, siendo tallado de uno de sus huesos por unas manos pequeñas… las de Tomás
El feto-dios lanzó un aullido que hizo estallar los tanques restantes.
—¡Esa no es tu historia para contar, bruja!
Los niños-clones se disolvieron en el líquido amniótico, que ahora corría hacia el portal en el suelo formando un remolino sangriento.
El depredador avanzó, pero no hacia nosotros—hacia el feto.
—Papi… hambriento… —rugió con voz de Bela distorsionada.
Valeria me empujó hacia el portal.
—¡Salta! ¡Es la única forma de llegar al verdadero templo!
El niño adivino (ahora sólo un brillo tenue) susurró:
—No sobrevivirás sin un guía.
Antes de que pudiera detenerlo, se disolvió en polvo de estrellas y se arremolinó alrededor de mi cabeza.
El último que vi antes de saltar fue al feto y al depredador enredándose en una pelea caníbal, mientras Valeria se interponía con el diente de jade alzado como espada.
[•••]
El portal no me llevó bajo el hospital.
Me escupió en el pasado.
El aire olía a copal y sangre fresca. Estaba en un templo maya, pero las paredes mostraban frescos de sacerdotes españoles realizando sacrificios.
Frente a mí, Silas (con el rostro de un inquisidor) sostenía un cuchillo sobre una niña maya—Nicté-Ha—mientras un grupo de niños mestizos observaba, llorando.
Uno de ellos, un niño con mis ojos, rompió el círculo.
—¡Deténganse! —gritó en español antiguo—. ¡Ella no es el séptimo! ¡Yo lo soy!
Silas rió, y su risa era idéntica a la del feto en el hospital.
—Siempre el mismo guión… —se lamió los labios—. Muy bien, Tomás. Tú serás el que abra la puerta.
El niño (¿yo?) avanzó, pero antes de que lo tocaran, una figura emergió de las sombras:
Bela.
Vestida con harapos coloniales, empuñando un cuchillo idéntico al de Valeria.
—Corre, pequeño —susurró—. Esta vez sí te salvaré.